martes, 11 de diciembre de 2012

Hubo una vez, hace ya muchas lunas, un marinero. Un marinero que no tenía nombre, no tenía patria, no tenía hogar, no tenía familia, ni siquiera tenía un buen amigo con el que despachar una botella de ron para ahogar las penas causadas por su inmensa soledad. El marinero no tenía nada. 

Una gélida noche, su navío atracó en un pequeño puerto ya olvidado. Nadie sabe con exactitud el nombre, ni tan siquiera el lugar en el que se encontraba aquel puerto, algunos incluso ignoran su posible existencia. Sin embargo, para aquel marinero ese alto en su travesía marcó un antes y un después en su oscura vida. Se enamoró de una mujer. Aquella mujer tenía algo que otras no tenían, aquella mujer reparó en el solitario marinero, vio el sufrimiento en su rostro. La mujer prometió salvarlo de su tormento, pero le pidió algo a cambio.

El marinero decidió darle a aquella mujer lo único que poseía, su corazón. Así, el marinero dejó el mundo de los vivos, con la tarea de transportar hacia la muerte las almas de aquellos que perecieran en la mar y cuyos cuerpos flotaran a la deriva en la inmensidad del océano. El marinero esperaba la única recompensa de poder reencontrarse con la mujer una vez cada diez años, en aquel puerto en el que la vio por primera vez. Navegó hasta los confines de los siete mares recogiendo las almas que prometió guardar, esperando con impaciencia el momento en el que pudiera volver a aquel misterioso puerto para ver a su amada. 

Llegó el esperado día en el que al fin vería a su amada, pero al llegar a aquel puerto el marinero no encontró a nadie allí. Había sido traicionado por la única mujer a la que había amado. Montado en cólera, el marinero rompió el pacto infernal y volvió al mundo de los vivos, pagando su ira contra aquellos marineros desprevenidos que no fueran capaces de verlo llegar entre la niebla y las sombras en alta mar, con su sepulcral navío. La ruptura de su promesa hizo que una horrible maldición cayera sobre él y su tripulación de almas perdidas, y el desgraciado marinero siguió navegando, unido a su navío, a su tenebrosa tripulación; atado a la mar, la única que nunca le abandonaría. Sin embargo, el marinero no dejó de amar a aquella mujer; su corazón estaba con ella, para la eternidad.




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